(Columna publicada el 25 de julio de 2011)
Es de esos sangrones capaces, talentosos, por eso siempre me ha caído bien. Como jugador fue genial, virtuoso, pocos como él para crear y distribuir juego, para colgar balones del ángulo, sobre todo con aquellos gloriosos Tigres de los setentas y ochentas, aunque dicen que con el desaparecido Atlético Español ya mostraba hechuras de crack, aún siendo muy joven.
En México 1986, ya veterano, a los 34, fue titular y capitán de la selección nacional y no tardó en enemistarse a muerte con Hugo, uno de los tantos rivales que se ha echado a cuestas por ser tal cual, sin caretas ni medias tintas, con ese perfil de quien se siente capaz y lo dice sin el menor asomo de falsa modestia.
Como técnico ha hecho camino, tiene cierto prestigio, pero no ha alcanzado la altura que llegó a tocar como jugador, tal vez porque ha preferido ofrecer sus servicios en el aviso clasificado del diario que atar su carrera a la de algún promotor.
Tijuana lo recibe como técnico del equipo visitante que protagoniza el juego histórico, el primero de primera en la ciudad. Pero en esta ocasión no puede estar en la banca para festejar, sobreactuado, los goles de los suyos, pues lo suspendieron por aquella bronca célebre entre sus Monarcas y Cruz Azul en la semifinales del torneo previo, así que tampoco se presenta a la rueda de prensa posterior al partido.
Por la zona mixta pasan Vilar, Sabah, Alerte, Joao Rojas, el Negro Sandoval y todos los demás antes que él. De pronto, al fondo del pasillo aparece su silueta, tan parecida de frente a la que desbordaba clase en las canchas, tan diferente de perfil por la curvatura abdominal, normal a sus sesenta.
Al ver a los reporteros, acechantes, se detiene y amaga retroceder, pero al final avanza para rematar, con su típica sonrisa de villano simpático: “Chicos, hoy no hablo, no puedo”. Abrimos espacio y lo seguimos con la mirada mientras aborda el camión con rumbo al aeropuerto de Tijuana. Nadie se molesta, nadie insiste ni dice nada. Es el Jefe.