Apuntes perdidos: Desliz cruzazulino (En memoria de Superman)

Apuntes perdidos: Desliz cruzazulino (En memoria de Superman)

Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Desliz cruzazulino (En memoria de Superman)

Eran de tela áspera, rugosa.
Sudabas y había que cargarlas, pesadas, incómodas.
Ni qué Nike ni qué Adidas.
Ni rastro de la empresa fabricante ni por delante ni por detrás.
A nadie importaban esas banalidades entonces.
Se vivían otros tiempos, cuando, de traer dos camisetas del América y una de Pumas, papá se vio obligado a ajustar la lista de pedidos para la próxima visita a la capital: “Una de Pumas, una de América y… ¡una de Cruz Azul!”, reaccionó, herido en su orgullo azulcrema al ver que de los dos que le quedaban, ya nomás quedaba uno (interesado por vestir sus colores).
Y la sorpresa fue todavía mayor cuando la solicitud especificaba: “La del Cruz Azul, pero la de portero”.
Resulta que, tras la afrenta que le significó la mudanza a Pumas del mayor de los tres, un día descubrió al segundo de sus críos hipnotizado frente a la pantalla del televisor donde aparecía un tipo volando como desesperado y deteniendo todo lo que llevaba “etiqueta de goooool”, según narraba el gran Ángel Fernández.
Se trataba de El Superman.
Así había bautizado el narrador estrella de Televisa a Miguel Marín, el porterazo de la que el mismo Ángel había bautizado como “La máquina celeste de la Cruz Azul”, la escuadra que ganaba todo lo que disputaba en el futbol mexicano de los setenta.
Maravillado por las facultades contrastantes del argentino (tan imponente e inmenso como ligero y elástico), el chico en cuestión dejó atrás cualquier rastro azul-crema para seguir devotamente cada jornada del equipo defendido por su nuevo ídolo.
El encanto, sin embargo, resultó breve.
Ese hombre que parecía poderlo todo dentro del área -preferentemente ataviado con su inolvidable suéter en rayas horizontales a tonos blanco y azules cielo y marino-, cedió hasta dar paso al retiro tres años después de encantar a este y a un montón chicos en todo el país, cuando el corazón primero lo retiró de las canchas a los 37 y luego le quitó la vida a los 47.
Los fines de semana, ya retirado Superman, no fueron lo mismo: la pasión por el azul menguó a tal grado de que, sin pensar en traiciones o deslealtades por ahí de los once cumplidos, se sorprendió a sí mismo festejando un gol americanista contra el azul, justo al siguiente torneo, cuando la meta ya era defendida por un reemplazante que vestía igual, pero al que, sin épica ni gloria ni inventiva ni heroísmo, apodaban El Oso.
Sin darle demasiada importancia, entendió, llegado el momento, que en el corazón no se manda y que la afición es un asunto tan caprichoso como para tratar de explicarlo.
De ese breve periodo de su vida, y mientras ve a la máquina celeste ganar apenas el segundo de sus campeonatos en 40 años (desde el retiro de aquel celoso custodio de su meta, al que solo él parece recordar ese domingo por la noche de euforia azul), hoy valora el hecho de haber regresado al primero de sus amores, asumido desde entonces como un americanista con licencia, bajo el hechizo de Superman.

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